Sociedad

Un padre y sus reflexiones

Nunca lograré entender como puede haber padres que no quieren a su hijo o hijos. Tal vez, si leyesen lo que viene a continuación, cambiasen su actitud.

Un padre y sus reflexiones

¿Qué sería de los niños sin los adultos? ¿Qué sería de los adultos sin los niños? Nunca he entendido el que una persona le pueda hacer daño a un niño. Sigo sin comprender el que un padre no quiera a su hijo, que le deje campar al libre albedrío, que no le marque un camino, que no le indique unas pautas de comportamiento, que no se preocupe por él, que no le de cariño, que no lo eduque. Por desgracia hay muchos padres que creen que sus hijos son autosuficientes, que los niños no necesitan de su apoyo.

Lo que viene a continuación es la confesión de un padre que venció su desesperación y agotamiento con un beso, con la caricia sincera de su hijo, pequeño y travieso. De un padre que transformó su intransigencia en ternura. De un padre que descubrió lo que encierran los corazones limpios.

Era una mañana como cualquier otra. Yo, como siempre, me hallaba de mal humor. Te regañé porque estabas tardando demasiado en desayunar. Te grité porque no parabas de jugar con los cubiertos y te reprendí porque masticabas con la boca abierta. Comenzaste a refunfuñar y entonces derramaste la leche sobre tu ropa. Furioso, te levanté de los cabellos y te empujé violentamente para que fueses a cambiarte de inmediato.

Camino a la escuela no hablaste. Sentado en el asiento del coche llevabas la mirada perdida. Te despediste de mí tímidamente y yo solo te advertí que no hicieras travesuras.

Por la tarde, cuando regresé a casa después de un día de mucho trabajo, te encontré jugando en el jardín. Llevabas puestos unos pantalones nuevos y estabas sucio y mojado. Frente a tus amiguitos te dije que debías cuidar la ropa y los zapatos, que parecía no interesarte mucho el sacrificio de tus padres para vestirte. Te hice entrar a la casa para que te cambiaras de ropa y mientras marchabas delante de mí te indiqué que caminaras erguido.

Más tarde continuaste haciendo ruido y corriendo por toda la casa. A la hora de cenar arrojé la servilleta sobre la mesa y me puse de pie furioso porque tú no parabas de jugar. Dije que no soportaba más ese escándalo y subí a mi estudio.

Al poco rato mi ira comenzó a apagarse. Me di cuenta de que había exagerado mi postura y tuve el deseo de bajar para darte una caricia, pero no pude. ¿Cómo podía un padre, después de hacer su teatro de indignación, mostrarse tan sumiso y arrepentido? Luego escuché unos golpecitos en la puerta. «Adelante», dije, adivinando que eras tú. Abriste muy despacio y te detuviste indeciso en el umbral de la habitación. Me volví con seriedad hacia ti. «¿Ya te vas a dormir? ¿Vienes a despedirte?» No contestaste. Caminaste lentamente, con tus pequeños pasitos y sin que me lo esperara, aceleraste tu andar para echarte en mis brazos cariñosamente. Te abracé y con un nudo en la garganta percibí la ligereza de tu delgado cuerpecito. Tus manitas rodearon fuertemente mi cuello y me diste un beso suave en la mejilla. Sentí que mi alma se quebrantaba. «Hasta mañana, papito» – me dijiste.

Me quedé helado en mi silla. ¿Qué es lo que estaba haciendo? ¿Por qué me desesperaba tan fácilmente? Me había acostumbrado a tratarte como a una persona adulta, a exigirte como si fueses igual a mí y ciertamente no eras igual. Tú tenías una calidad humana de la que yo carecía; eras legítimo, puro, bueno y sobre todo, sabías demostrar amor… ¿Por qué me costaba a mí tanto trabajo? ¿Por qué tenía el hábito de estar siempre enojado? ¿Qué es lo que me estaba ocurriendo?

Yo también fui niño. ¿Cuándo comencé a contaminarme? Después de un rato entré a tu habitación y encendí la luz con sigilo. Dormías profundamente. Tu hermoso rostro estaba ruborizado, tu boca entreabierta, tu frente húmeda, tu aspecto indefenso como el de un bebé… Me incliné para rozar con mis labios tus mejillas, respiré tu aroma limpio y dulce. No pude contener la congoja y cerré los ojos. Una de mis lágrimas cayó en tu piel. No te inmutaste. Me puse de rodillas y te pedí perdón en silencio.

Es tan difícil aprender a dominarse, a comprender la pureza de nuestros hijos. Somos los adultos quienes los hacemos temerosos, rencorosos, violentos… Te cubrí cuidadosamente con las mantas y salí de la habitación.

Fabriciano González

Amante de la informática y de Internet entre otras muchas pasiones. Leo, descifro, interpreto, combino y escribo. Lo hago para seguir viviendo y disfrutando. Trato de dominar el tiempo para que no me esclavice.

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